“…en 1944, había sido deportada al campo de Auschwitz-Birkenau con su madre y una hermana. Tenía diecisiete años; la experiencia la marcó de por vida e impregnó su carrera, donde se mantuvo activa en la defensa de la memoria y la necesidad de reforzar los vínculos de la Comunidad Europea.”

El 1 de julio de 2018, Simone Veil (Niza, 1927-París, 2017) fue enterrada en el Panteón de París, en una ceremonia con Emmanuel Macron como único orador. Se convirtió en la quinta mujer que reposaba en el templo de los grands hommes franceses –desde 2021 son seis, tras el traslado de los restos de Josephine Baker–; y su marido, el empresario y funcionario Antoine Veil, en el primer hombre que ingresaba en calidad de «esposo de».

Los lista de méritos de la homenajeada es larga: como ministra de Sanidad, se ocupó de facilitar el acceso a anticonceptivos y de la despenalización del aborto en Francia, en la medida conocida como la «ley Veil» (1975); más tarde, fue la primera mujer en presidir el Parlamento Europeo (1979); fue ministra de Asuntos Sociales, Sanidad y Urbanismo (1993); formó parte del Consejo Constitucional de Francia (1998), de donde se ausentó un tiempo para hacer campaña por la Constitución Europea; y presidió la Fundación por la Memoria de la Shoah (2001), entre otros. Antes, estudió Derecho, opositó para ser magistrada (1956) y desempeñó diversos cargos en el Ministerio de Justicia francés.

Y antes, en 1944, había sido deportada al campo de Auschwitz-Birkenau con su madre y una hermana. Tenía diecisiete años; la experiencia la marcó de por vida e impregnó su carrera, donde se mantuvo activa en la defensa de la memoria y la necesidad de reforzar los vínculos de la Comunidad Europea. En 2006, compartió su testimonio para un documental de Dominique Missika que recogía voces de los supervivientes. Tras su muerte, esos recuerdos se editaron en un libro, Solo la esperanza calma el dolor (2022; Lumen, 2025, trad. Lydia Vázquez). En capítulos breves, con la exactitud de quien sabe la importancia de no dispersar la atención, Simone Veil revisa su vida desde que nació.

Formaba parte de una familia judía laica, «muy burguesa», pero venida a menos tras la crisis de 1929. Era la pequeña de cuatro hermanos que crecieron muy unidos y notaron ese descenso en su nivel de vida; una toma de conciencia temprana de la noción de clase social. Evoca con especial cariño a su madre, fallecida poco antes de la liberación como consecuencia del empeoramiento de salud que sufrió en el campo; la describe como a una de esas mujeres que son hermosas sin saberlo, en un sentido amplio de la belleza: desprendida, bondadosa, altruista, llena de luz. Trataba a la asistenta rusa casi como a una igual; la autora recuerda a esta mujer como a una segunda madre. Todo el libro, y sobre todo esas primeras páginas, tiene algo del Léxico familiar (1963) de Natalia Ginzburg, la aparente sencillez de su voz, la precisión en el detalle cotidiano.

No la educaron en una religiosidad obstinada, pero la identidad judía la perseguía. «En el fondo, yo entonces no sabía lo que era ser judía» (p. 47), reflexiona al rememorar un incidente en la escuela, uno de los muchos síntomas que anticipaban la masacre. Antes de la deportación, pudo resistir un tiempo más en Niza gracias a la valentía de algunas profesoras, que la ocultaron, a ella y a otras alumnas. Por aquel entonces, Simone Veil era ya una estudiante diligente que había superado la prueba de acceso a la universidad, aunque no pudo matricularse hasta su retorno del campo. Esos proyectos de juventud fueron otro de los caminos interrumpidos, cuando no rotos del todo, por el Holocausto.

Haciendo memoria del internamiento, se siente afortunada, pese a todo, por compartir el encierro con su familia. Desmenuza las jerarquías, la distancia entre las retenidas por su condición de judías y las que lo eran como resistentes, las diferentes nacionalidades, la relación con las kapos, el trabajo. Como en cualquier estructura social, había alianzas y tensiones, la solidaridad no se daba por supuesta (con notables excepciones, como su madre) y no duda al reconocer que en ocasiones se benefició de haber caído en gracia a alguna encargada. «La verdadera cuestión es la dignidad», afirma, «porque en el campo reinaba esa voluntad de humillación» (p. 82). Frío, hambre, sed, sueño. Y humillaciones constantes, gratuitas. Aprendió a oler la muerte, las señales de gaseamiento inminente.

Sobrevivió, como sus hermanas, pero era consciente de que su suerte podría haber sido distinta. Además de a su madre, perdió a su padre y su hermano, asesinados en Lituania. Desde su regreso, y a lo largo de toda su trayectoria, reivindicó la memoria, la suya y la de quienes no volvieron. Lo hizo con firmeza, con un compromiso ético insobornable. Se encaró a los historiadores que ninguneaban a las víctimas por no considerarlas aptas para documentar los hechos; la historiografía no se podía aislar de los testimonios, ellos son la fuente de la que se alimenta. Defendía también la necesidad de detallar cada caso, de pormenorizar el horror en sus infinitas caras, sin restar importancia al relato de nadie. Porque no hubo, no hay, una única vivencia del Holocausto, sino una polifonía de voces (como tan bien entendió, por otra parte, la premio Nobel Svetlana Alexiévich).

Fue una firme defensora de la Unión Europea, de la alianza entre países. No creía que ni Alemania ni ningún Estado tuviera que pedir disculpas; no culpaba a la población actual de las atrocidades de sus antepasados. Había que reforzar el entendimiento, los vínculos; ahí estaba la senda. En los últimos años, le preocupaba sobre todo la banalización. Veía una tendencia a comparar el Holocausto con otras guerras y genocidios, también graves, por supuesto, pero «cuando la gente se pone a comparar, lo hace precisamente para que, al compararlo con otras situaciones, acabe por no existir. Eso siempre me ha dado miedo» (p. 129-130).

Memoria, memoria y más memoria. Al igual que otros supervivientes –como Neus Català, de quien Carme Martí noveló su vida en La paloma de Ravensbrück (2012)–, a su regreso se dedicó con denuedo a reivindicar la memoria, a no dejar caer en el olvido tanto horror, tanta muerte. Este libro de memorias es un ejemplo poderoso de ello: «en mi lecho de muerte, creo que pensaré en eso, no en mis padres» (p. 133). Toda su vida estuvo marcada por ese compromiso, en lo privado –puso a sus hijos al corriente de lo que les había ocurrido a sus antepasados, de lo que había vivido ella– y, por descontado, en su brillante trayectoria política. «Nunca le deseo el mal a nadie, pero no tenemos derecho a olvidar. Se lo debemos a ellos, a los que murieron», concluye. «Cuando veo las fotos […], cuando veo a esos niños, me entran ganas de llorar» (p. 133).

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Simone Veil, memoria y dignidad de una superviviente del Holocausto

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