El País- por Delfina Milder 

Hoy, viernes 27 de enero, se conmemora el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Para Jeannine Brunstein son días removedores. Sus padres escaparon de la guerra con ella en brazos y llegaron a Uruguay hace 80 años, en un barco llamado “Cabo de la Buena Esperanza”. A sus 83 años, Jeannine lee, ve entrevistas; está siempre al tanto lo que pasó con la gente de la Shoá. Pero hoy, en particular, su testimonio cobra una fuerza especial. El solo relato habla por sí mismo y dice: es necesario recordar. Crédito foto: Delfina Milder.

Brunstein, uruguaya y profesora de francés jubilada, nació en la ciudad de Bruselas, Bélgica, el 4 de diciembre de 1940, año en que Alemania comenzó su ataque contra Europa Occidental -los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo y Francia-.

La historia de su familia es única y es, a la vez, la de millones de judíos que escaparon de los años más oscuros. Jeannine la cuenta como su madre se la contó a ella, como ella se la contó a sus hijos y como espera que siga siendo contada.

Viaje a la libertad

Nació en medio del miedo. Su padre, escondido después de que los nazis hubieran ido a buscarlo con nombre y apellido a la casa, no la conoció hasta que cumplió diez días. En cuanto pudieron, se hicieron de unos pañales y leche en polvo -su madre estaba en un estado de nervios tal que no podía ni siquiera amamantar-, abandonaron su hogar tal cual estaba, “como quien sale a dar un paseo”, cuenta Jeannine, y pusieron en marcha el auto hacia una Francia Libre que, dice ella, no era tan libre como se decía.

Condujeron hasta que se quedaron sin combustible. Todo empezó a escasear. Caminaron, tomaron trenes, hicieron autostop hasta que lograron llegar a supuesta Francia Libre, donde vivieron casi dos años escapando del nazismo.

Jeannine cuenta que hubo tantos obstáculos, tanta muerte que esquivar que su madre, Irene, se convenció de que Dios los amparaba. “ Una vez nos salvamos, dos veces, tres veces… ¿Pero tantas, hasta llegar al Uruguay? Esa era la mano de Dios”, decía su madre.

A los pocos meses de vida, Jeannine contrajo una infección que la hizo volar de fiebre. Pero no podían llamar a un médico, era demasiado el riesgo de que los franceses los denunciaran. Su madre la curó con paños en la frente. 83 años después, todavía tiene secuelas físicas de aquel episodio.

Poco antes de cumplir su segundo cumpleaños, la familia llegó a Uruguay con ayuda de otros familiares que ya se habían instalado en el país. Fue entonces que Jeannine comenzó un largo camino hacia la construcción de su identidad. ¿De dónde venía?, ¿por qué había un manto de silencio sobre todas las cosas?, ¿por qué se sentía distinta en la escuela?, eran algunas de las tímidas preguntas que se formulaba hacia sus adentros. En aquel momento no se hablaba del tema. Nadie hablaba de la guerra.

Llegó su cumpleaños número siete y volvió a Bélgica. Jeannine vio allí los rastros del horror, la cicatriz de una bala en la pierna de su tía, la vida que no fue. Su madre le contó sobre el viaje a la libertad, sobre la familia que no volvieron a ver, sobre la vez que los retuvieron en un campo francés pero lograron escapar. También, sobre los que no sobrevivieron. En diálogo con El País, Jaennine vuelve a contar su historia.

¿Cómo fue escapar de Bélgica?

Mi padre conocía a alguien del gobierno y pudo conseguir un permiso de estadía en Francia. Íbamos de un lugar a otro. Llegamos a Vichy, que supuestamente era Francia Libre, pero el gobierno de Vichy era completamente colaboracionista. En el medio, había que conseguir comida. Los vecinos franceses, aparte que te la cobraban muy bien, tampoco tenían ellos para comer. Era toda una historia pedir papa, huevo. Mi tío conseguía porque tocaba bien el piano. Tocaba en un boliche y la gente de allí le daba comida.

¿Qué fue del resto de su familia?

Mi mamá tenía una tía que vivía en Bélgica y la habían deportado. Llevaron a los sus hijos, de 17 y 18 años, engañados a Auschwitz. La tía estaba con el marido en un campo nazi en Francia. Mis padres los fueron a ver porque querían tratar de sacarlos. No pudieron. Estuvieron retenidos, pero tuvieron la suerte de poder escapar. La tía y su marido no, porque a ella la hacían trabajar en la cocina y él era enfermero; les servía “guardarlos”. Pero mis padres, por suerte, lograron escapar. Es otro de los milagros que decía mamá. Finalmente, consiguieron dinero mediante familia que ya estaba en Uruguay y tramitaron la visa.

¿Cómo fue llegar a Uruguay?

Para llegar de Francia a España, mis padres cruzaron Los Pirineos conmigo en brazos, a pie, de noche, con un contrabandista que los dejó al principio del camino. Caminaron durante horas y no sabían si habían vuelto a Francia o si efectivamente habían salido. Los españoles los aceptaron muy bien. En Vigo pudieron tomar el barco. Llegamos en septiembre (de 1942) y en diciembre cumplí dos años. Mis primeros recuerdos son en Uruguay. Para mi familia, Uruguay significó la libertad. Mis padres estuvieron eternamente agradecidos con el país.

¿Cómo son esos recuerdos?

Son a partir de los cuatro años. No hablaban directamente de la guerra, pero había un clima raro. Uno no se daba cuenta en ese momento, pero sentía cosas raras sobre uno mismo, sobre la familia. Cuando volvimos a Bélgica vi fotos, oí hablar de los tickets de racionamiento, me fui dando cuenta de todo. Después, mi madre y mi tía me contaron. Los hombres no hablaban del tema.

La identidad

Irene, la madre de Jeannine, festejó cuando a sus 30 años obtuvo la nacionalidad uruguaya. Era la primera vez que tenía una nacionalidad, que un papel decía que pertenecía a un país. Jeannine la obtuvo a los 18. Antes de eso, todo eran preguntas.

“La identidad se construye”, reflexiona hoy. Y cuenta:

Haber nacido en Bélgica no alcanzaba para ser belga. Era la ley de sangre. Mi padre no era belga; él tendría que haberlo sido para que yo lo fuera. Mis hijos, cuanto se los conté, no podían creer que eso existiera. Éramos apátridas, ese era nuestro título en el viaje. Para mí, eso significó un trauma en la escuela. Yo iba al Liceo Francés. En la jura de la bandera, por ejemplo, yo no podía jurar porque no era uruguaya. En las fiestas francesas tampoco, porque no era francesa, aunque en casa se hablara francés. Era una cosa de no saber lo que sos. Con el tiempo me di cuenta de que soy de donde soy. Llegué a trabajar en la comunidad sefardí, a pesar de no ser sefardí, por ejemplo. Uno se forma la identidad con el tiempo.

¿Qué reflexión hace en días como estos?

Yo no olvido, no perdono, no odio. No me quita el no perdonar, sí el odio. Y no podemos callarnos ante el antisemitismo, porque siempre se vuelve a repetir… Hay una cita que me gusta mucho, de Elie Wiesel, que dice así: “Lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia. Lo contrario de la vida no es la muerte sino la indiferencia entre la vida y la muerte”. No podemos permanecer callados ante el sufrimiento humano.

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Fuente: http://www.cciu.org.uy/

“No olvido, no perdono, no odio”: la historia de Jeannine Brunstein, una uruguaya sobreviviente del Holocausto

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