La Voz de Galicia, España- por Asunción Serena

Una exposición en el museo Memorial de la Shoah de París revela las luces y sombras de los representantes de los países extranjeros en Alemania durante el ascenso del nazismo

Enero de 1934, Hitler reúne a todo el cuerpo diplomático acreditado en Berlín para felicitarles el año. Todos están engalanados, visten frac o uniforme y lucen sus galones, medallas y condecoraciones. Pertenecen a una aristocracia social que todavía guarda el estilo de vida del siglo XIX. El Fürer, que siente horror por este tipo de ceremonias, sabe cómo adular a cada uno de ellos gracias a las notas que le preparan sus servicios para preguntar a uno por su mujer enferma, al otro por el colegio de su hijo.

Los diplomáticos, por su parte, han comenzado a enviar a sus capitales informes bastante lúcidos sobre un régimen potencialmente mortífero. El museo Memorial de la Shoah de París les dedica una exposición, Los diplomáticos frente a la Shoah. Cuánto sabían, cuáles eran sus fuentes, quiénes ayudaron a los judíos, quiénes no lo hicieron por incapacidad para percibir la magnitud de la tragedia, por indiferencia o por colaborar con el Reich… son algunas de las preguntas a las que intentan dar respuesta cuatro historiadores —Jean-Marc Dreyfus, André Kaspi, Claire Mouradian y Catherine Nicault— a través de documentos diplomáticos, fotos, y testimonios escritos y orales.

La labor de los embajadores es generalmente vista a través de la acción de un puñado de ellos que salvaron a judíos, «pero la realidad es mucho más compleja», señala Dreyfus. Desde el nombramiento de Hitler como canciller, en enero de 1933, la correspondencia diplomática pone en evidencia que la lucha contra los judíos «continúa con un método implacable y un odio intenso», como escribía el 5 de abril de 1933 Pierre Arnal, consejero de la embajada de Francia en Berlín.

Los diplomáticos detallan en sus informes las leyes antisemitas, internamientos arbitrarios, humillaciones y violencias, mientras ellos seguían con su vida mundana. «Era una vida muy brillante: tés, cenas, grandes fiestas, exposiciones… Disfrutaban de inmunidad diplomática y eran adulados, pero pronto también comenzaron a sentirse controlados y amenazados», comenta Jean-Marc Dreyfus.

Tras el fiasco de la conferencia de Evian, en 1938, para estudiar una solución internacional a la cuestión de los refugiados judíos expulsados por los nuevos amos de Austria, algunos diplomáticos, a veces en contra de las instrucciones recibidas, proporcionaron miles de visados que les permitieron viajar a condición de tener un país que los acogiera.

Con la declaración de guerra en septiembre de 1939, solo se quedaron en Alemania los diplomáticos de países neutrales (Suiza, el Vaticano, Suecia, España, Portugal, Estados Unidos hasta diciembre de 1941), los aliados (Italia, Rumanía, Bulgaria, Hungría) y la Francia de Vichy.

Oídos sordos

Muchos de ellos, incrédulos o favorables al nazismo, no comunicaron los testimonios de las masacres, otros sí lo hicieron. Göran von Otter, primer secretario de la embajada de Suecia, fue abordado en un tren por Kurt Gerstein, que trabajaba en la división de gases tóxicos de las SS y venía de visitar cuatro campos. Le suplicó que hiciera llegar a los aliados el horror del Holocausto, y Von Otter informó a su embajador, Arvid Richert, que optó por no hacer nada. Como Pierre Laval, jefe del Gobierno de Vichy cuando recibió el mensaje de su representante en Atenas, Jacques Dumesnil de Maricourt, pidiendo ayuda para frenar la deportación de los judíos franceses de Salónica. Más suerte tuvieron los 150 sefardíes que vivían en la ciudad portuaria, gracias al cónsul español Sebastián Romero Radigales.

En cuanto a los diplomáticos alemanes, la mayoría no se limitaron a transmitir la propaganda del régimen. Su ministerio negoció la detención y entrega de judíos de los países aliados, y estaban representados en las grandes reuniones de organización de la solución final.

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Los diplomáticos frente al Holocausto

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