Contratapa- por Tomás Abraham
Las obras de Primo Levi, Jean Améry e Imre Kertész, han resignificado la filosofía contemporánea. Para el discurso universitario son extraños a la disciplina, ya que no interactúan con dos mil quinientos años de historia sino con una experiencia singular e irrepetible. Los tres estuvieron en los campos de exterminio nazis y desde ese momento meditaron sobre lo que vieron, vivieron y sobrevivieron.
- Tres filósofos judíos
Las obras de Primo Levi, Jean Améry e Imre Kertész, han resignificado la filosofía contemporánea. Para el discurso universitario son extraños a la disciplina, ya que no interactúan con dos mil quinientos años de historia sino con una experiencia singular e irrepetible. Los tres estuvieron en los campos de exterminio nazis y desde ese momento meditaron sobre lo que vieron, vivieron y sobrevivieron.
Hay tres libros fundamentales en los que expresan su vivencia: “Si esto es un hombre” (1947) de Primo Levi, “Más allá de la culpa y la expiación” (1977) de Jean Améry, y “Sin destino” (1975) de Imre Kertész.
El libro de Levi impresiona por su prosa. Es la escritura de alguien que no es escritor, un judío de Turín, no practicante, apresado y enviado al campo por distribuir volantes antifascistas. Tiene una licenciatura en química. Describe con minucia lo que define como la “zona gris” de la vida de los condenados a muerte. En ese mundo no hay solo víctimas y verdugos, sino seres quebrados que para sobrevivir ingresan a un mundo metaético. Más allá de bien y del mal.
Un amigo de mi padre, quizá su mejor amigo, judío de Eslovaquia enviado a Auschwitz, en una entrevista para el documental que Steven Spielberg hizo sobre los sobrevivientes del Holocausto, ante la pregunta sobre qué sentía al vivir en un infierno en el que le ordenaban cargar cadáveres en carros y sepultarlos, entre otras tareas específicas del genocidio industrial del que era parte, este hombre a quien le mataron a su bebé en ese campo, respondió que lo único que sentía era que tenía un hambre tal que solo pensaba en una papa.
Lo dice con una mínima sonrisa ante un periodista que desea saber qué se siente en un campo de concentración. Lo intransmisible no tiene palabras ajustadas, más expresiva y denotativa era esa sonrisa que cualquier otra reflexión.
El libro de Levi no se puede contar. Hay que leerlo. Uno de los profesores de mi cátedra de filosofía en el Ciclo Básico Común (CBC), en la que cada uno de los docentes elaboraba su propio programa para las comisiones que les adjudicaban, dictó un curso sobre los autores mencionados. Me pareció una decisión surrealista. Por costumbre, yo pasaba por cada una de las comisiones y daba una clase o la compartía con el docente. Además, estaba presente en la mesa de exámenes. Lo hice en la clase de Marcelo Pompei, el profesor al que me refiero.
Ver como en los exámenes finales, los alumnos ante la pregunta del profesor, o sea yo, o Marcelo, sobre sucesos narrados en esos libros, intentaban recordar detalles de la vida de los condenados a veces con aciertos, muchas con errores, otras no recordaban nada, con el mismo interés que en un examen de contabilidad para ingresar a la facultad de económicas pone un alumno que desea ser contador público, no podía ser más que una consecuencia previsible por impartir un curso a jóvenes de menos de veinte años que en su casi totalidad jamás escucharon hablar del tema.
Este fue el diálogo que tuve con un alumno:
– Decime que pasó en el tranvía cuando unos soldados lo interrogan al muchacho.
– ¿Les dice su nombre?
– Supongo que le preguntan cómo se llama, y cuándo le preguntan por su religión, ¿qué responde?
…….. (silencio)
– ¿Qué?
– ¿Católico?
– ¿Cómo?
– ¿Judío?
– ¿De qué trata el libro?
– ¿Cuál?, profesor.
– ¡El de Kertész! Escuchame, ¿leiste el libro?
– Lo empecé profesor, pero no lo terminé…mi abuela estuvo enferma…
– Vas a tener que volver en marzo.
– ¿No me puede hacer otra pregunta?, me acuerdo más del de Legui.
– ¡Levi!
Pensaba en la película “La vida es bella”, de Roberto Benigni, que me irritó al extremo: me resultaba una fantochada frívola. No sé si eso que hicimos en el CBC con la mejor buena voluntad disminuyó mi enojo al director y actor italiano por reconvertir el terror en una escena cómica, una vez que me vi envuelto en una situación irrisoria entre genocidas, condenados a muerte y estudiantes aburridos.
Imre Kértesz dice haber disfrutado de la película de Benigni, harto que estaba de los comentarios espantados y compasivos ante un evento supuestamente único e irrepetible con el que los europeos purgaban de una vez por todas todo el mal y podían dormir en paz y pensar en un futuro de bienestar.
El protagonista de “Sin destino”, al final del libro, tiene 15 años cuando vuelve a su casa después de Buchenwald. Cuando le preguntan cómo pudo salvarse de aquel infierno, les dice a quienes asombrados por verlo después de un año desde el momento en que le pidieron hacer un mandado, que nadie le va a quitar los momentos de felicidad vividos ante las puertas de la muerte ni dejar de percibir el aura sombría de quienes creían haberse salvado.
Lo que verdaderamente importa no es la experiencia vivida por los Levi, Améry y Kertész, sino la percepción que tienen del mundo y los pensamientos que les generó el haber sobrevivido. No nos dan un sistema de ideas, una concepción del mundo, una lección moral. No hay odio, no hay rencor, no hay victimización. El lenguaje de Levi y Kertész es vecino de la prosa seca de Kafka y Camus. Es más impactante aún por el contenido que sin adjetivación nos entregan, detallan el horror con sustantivos. El de Kertész es el lenguaje de la consternación. Solo Amery se rebela, él sí acusa, reivindica el resentimiento, discute con Levi sin saber que habían sido compañeros de barraca. No se ponen de acuerdo sobre si el hecho de ser o no ser intelectuales, o tener vida interior, daba más o menos recursos para soportar el sadismo de sus captores y la amenaza diaria de ser enviados a la fila de los destinados a las cámaras de gas.
A Levi le sirvió saber química, a Améry saber alemán, a Kertész haber mentido sobre su edad (dijo diecisiete cuando tenía catorce).
Levi dice haber escrito su libro porque de no hacerlo lo amenazaba la locura; Kertész agradece haber vivido en Hungría bajo el terror stalinista, no hubiera soportado vivir en un mundo libre en el que todos se disponían a nuevas felicidades; Améry emprendió una reflexión que lo llevó a escribir sendos libros sobre qué es envejecer, y sobre el derecho de darse la muerte.
El libro de Levi fue rechazado y luego de años vuelto a publicar con amplia difusión. Otros de sus libros como “Hundidos y salvados”, agregan nuevas reflexiones al primero. Kertész, marginado en Hungría, escribe algunos libros sobre el único tema que le merece importancia: Auschwitz, y recibe el Premio Nóbel de literatura en el 2002.
El último libro de Améry es “Charles Bovary, médico rural”, un texto por demás extraño en el que se mete en la novela de Flaubert, adopta la identidad del esposo cornudo de la heroína trágica y acusa a Flaubert del maltrato al que lo sometió en la novela.
Améry se suicida un año después. Levi muere en un accidente extraño del que no se pudo saber si fue un suicidio, y Kertész padece el mal de parkinson y fallece en Berlín el 31 de marzo de 2016.
- De la muerte voluntaria
Imagino un proyecto de trabajo filosófico relacionado con Jean Améry, a quien en la primera parte encumbré junto a Imre Kertész y Primo Levi en la renovación de la filosofía contemporánea. Leí sus libros sobre su cautiverio en Auschwitz, el dedicado al envejecimiento, el de la muerte voluntaria, y el de su ataque a Flaubert y Sartre en defensa de Charles Bovary.
Es un suicida explícito; digo explícito porque su muerte no estuvo velada por un misterio, por el contrario, fue anunciada con un libro que analiza el suicidio y brega por la licitud de su ejecución. El misterio del acto persiste – su euforia por la publicación de su Charles Bovary semanas antes del acto y su pasión por un nuevo amor nos desconciertan – pero al menos se tomó el trabajo de entregar un escrito filosófico que argumenta sobre la muerte voluntaria; así es como la llama.
Su pensamiento es filosófico, pero no a la manera de Camus que introduce el tema en medio de su concepción del absurdo, de la roca de Sísifo y de la pregunta que considera existencial en su grado máximo. La filosofía de la que parte el maravilloso escritor de “El extranjero” tiene como núcleo problemático el valor moral y el peso ontológico de la libertad por vivir en un mundo del que los dioses se han alejado. Es un mundo en que el sentido no nos ha sido legado, un universo sin creador ni salvación, sin alma, pura materia que emerge, crece y muere para descomponerse en otras materias y formas; en este mundo ateo estamos solos, sin justificación, y es en él que debemos vivir si hemos decidido hacerlo. Tenemos la responsabilidad de haber elegido la vida.
Son triquiñuelas filosóficas, no por eso banales, son argucias abstractas que a muchos nos fuerzan a pensar. Nos presiona y empuja a rincones incómodos que interrumpen la rutina, la manivela que gira sola mientras nada la obstaculice. El famoso palo en la rueda.
Una filosofía como la de Camus se anticipa al hecho con un dicho, y es comprensible que el dicho sin hecho carezca de densidad. Si no somos Sísifo ni empujamos una roca para verla caer cada vez que llegamos a la cima, es decir, asumir el peso de una vida sin sentido, las palabras de Camus nos parecen gratuitas.
Un pensador de fuste como Benjamin Fondane se ha enojado con Camus porque no toma el absurdo en serio. Lo acusa de haber dibujado una sonrisa en el rostro de Sísifo. La ironía del hombre que, sabiendo de la inutilidad de toda vida, decide vivirla sin esperanza y con una piedad sabia que se resigna con calma a que no haya nada más que el ir y venir de lo mismo.
Sísifo, heredero del acto sin destino de personajes filosóficos creados por Kierkegaard como Abraham y Job que saltan al vacío como prueba de fe, y del niño Heráclito que rehace castillos que se derrumban con la pleamar, sonríe y evita el sentimiento trágico de la vida. Se aligera con la danza de Nietzsche.
Améry no respeta este tipo de especulaciones filosóficas. Habla en serio. El suicidio merece un pensamiento más firme, menos culto, más profundo. La elección de la vida por parte de Camus ha sido una decisión demasiado rápida para justificar la libertad. Améry es un admirador de Sartre, repite una frase “la mort c’est le faux”, la muerte es tan cierta como una guadaña.
¿Cómo puede ser que un hombre trabaje tanto, escriba tanto, argumente tanto, para demostrar la validez de su suicidio? ¿Qué diría el filósofo Séneca que tanto sabía de darse la muerte concretada en nombre de la sabiduría antigua que se creía eterna?
¿Sabio Améry? Jamás. Améry es una víctima, habla y escribe como víctima, pero no admite consolación, ni palmaditas de nadie, ni perdona, ni siquiera se venga porque sabe que fue derrotado, perdió, dice todo el tiempo “échec”, lo escribe en francés (su idioma es el alemán) , fracaso. No tiene esperanza, no tiene confianza en el mundo, a pesar de eso escribe, pero el lenguaje no lo ata al mundo, las palabras no son un puente, escribe para despedirse.
¿No es triste que un hombre que fue torturado, luego enviado a Auschwitz, que del contingente de más de veinte mil del que formó parte en los vagones que partieron de Bélgica, solo seiscientos sobrevivieron, entre ellos Améry con cuarenta y cinco kilos, y que escriba con furia y lucidez que no espera nada, que no hay más nada y que repudia a todos aquellos que le impiden morir? Fue rescatado de su primera tentativa de suicidio.
Solo le queda una libertad que considera absoluta, la de decidir si quiere o no quiere vivir, el derecho a darse la muerte en forma voluntaria no es algo que pueda ser explicado por las ciencias, ni por la filosofía. Embiste contra los cientistas sociales. Todos los buceadores de razones en busca de una llave maestra que les permita renovar el aporte de una fundación que subsidia posdoctorandos, son ridículos, ingenuos e impúdicos. Hacen de Améry un monumento de las ciencias sociales como estos dos libros originados en la universidad de Sidney en el que tratan de interpretar a Améry sobre los fundamentos de la teoría del trauma.
Améry dice una vez tras otra que lo que piensa, lo que le sucede, no es materia prima para los eruditos, para los contextualizadores, que lo que le pasó a él le pasó a él y se hace cargo, y que el modo en que lo vive es de su incumbencia y lo trasmite como puede, y que buscar motivos psicológicos es una pérdida de tiempo, como lo es también explicar Auschwitz por el capitalismo o por la ideología alemana, o por el darwinismo social o por el tratado de Versalles.
También leí una biografía de René Favaloro, otro suicida. No es que me haya convertido en un suicidiólogo, lo del cardiocirujano me interesaba porque era otro caso de la hagiografía que, si no hace de un personaje notorio un beato, lo convierte en un miserable. La hagiografía y la demonología son disciplinas hermanas.
El misterio de su suicido. Me doy cuenta que el tema del suicidio es una de las curiosidades que me llevan de un libro a otro. El suicidio es un misterio. ¿Por qué una persona se mata? No hay un suicidio igual a otro. ¿Qué pasa por su mente? ¿Por qué todos se sorprenden cuando alguien se suicida? ¿Por qué con frecuencia toma de sorpresa a sus prójimos más cercanos?
En el caso del cardiocirujano en el último capítulo del libro, el misterio tampoco se devela. Pero no porque el biógrafo carezca de información, tiene toda la existente, reproduce una carta en la que Favaloro se despide de la vida, y, sin embargo, su acto final no se entiende.
Podemos llegar a entender… ¿o aceptar? que una persona con una enfermedad terminal o ante la amenaza de una vida vegetativa se mate, es como una eutanasia de autor, pero ¿por un quebranto comercial? ¿Porque los sobrinos y la familia no aceptaban su relación con su joven compañera? ¿Porque no le encontraba solución al callejón sin salida de los problemas financieros de la institución que era el reflejo de su identidad profesional?
Ni hablar de los que sostienen orondos que el fiscal Alberto Nisman se suicidó porque andaba flojo de papeles para la presentación de su denuncia a Cristina Fernández de Kirchner en el congreso al día siguiente. O de Sylvia Plath, que en el inapreciable relato de su suicidio que hace Al Alvarez, señala la presencia de un papel junto a su cuerpo exánime que dice ¨llamen a un doctor¨, pedido que convierte en incomprensible su muerte.
Dos miembros del Seminario de los Jueves – entidad filosófica que coordiné un cuarto de siglo – se suicidaron. El escritor Carlos Correas y el profesor Alfredo Tzveibel. Carlos se cortó las venas y se arrojó al vacío. Nos sorprendimos, pero no tanto. Era un hombre que le declaraba la guerra a la mayor parte de las facetas que ofrece la vida. Odiaba bastante, y amaba muy selectivamente. La verdad es que no lo sé, ni soy su psicólogo ni creo que la psicología sirva para develar el último acto. La zona oscura es inevitable.
La jubilación de Carlos era mínima. Se había muerto uno de sus amores. Vivía pobremente en un minúsculo departamento del Once. Me sorprendió que las últimas personas que hablaron con él, sus editores, lo vieran de excelente humor días antes de darse la muerte. Estaba solo y era un solitario. Escribía, pero no era leído. Ahora parece que sí, claro.
Alfredo tuvo un último gesto inclasificable. Fue mi amigo. Una amistad en la que yo oficiaba de protector. Los últimos tiempos se lo veía raro, pero como siempre fue raro, una especie de zombi, de una fragilidad extrema, jamás sospeché, ni nadie lo hizo, que se fuera a matar.
Vivía en el undécimo piso, en un departamento al que se fue luego de la muerte de su madre, con la que vivía junto a dos tías en una vieja casona de Caballito. Cuando lo fui a visitar en su nuevo domicilio de alturas, me señaló el horizonte y me dijo ¡”qué panorama!”. Llamó su hermano porque no se sentía bien y le preguntó si no podía venir hasta su casa. Al llegar, cuando tocó el portero eléctrico, le respondió “ya bajo”. Se tiró por el balcón y aterrizó sobre el capot de un auto estacionado frente a la puerta de entrada en la que su hermano esperaba que le abriera o que bajara por el ascensor.
A mi consternación se le agregó la sorpresa de que me dijeran que para tirarse había colocado un banquito pegado a la balaustrada sobre la que estiró una tela para no apoyar los zapatos sobre el asiento cuando se subiera antes de arrojarse. Conociéndolo, y haberlo visto en mi casa de Colonia planchar sus medias, secar largos minutos una tortilla de papas para absorber el aceite, y el modo harto meticuloso en que disponía una toalla para recostarse en la playa bajo la sombra de un árbol para no tostarse, por esos gestos entendía lo del banquito. Y por el tipo de humor con el que lo conocí, también entendí su “ya bajo”, pero no el suicidio. ¿Por qué se mató?
La escritora Hebe Uhart, su amiga, me dijo que, para ella, estaba mal medicado.
TOMÁS ABRAHAM
Filósofo – Argentina
Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires/Doctor Honoris Causa de la Universidad de Tibiscus, Timisoara (Rumania)
Sus más recientes publicaciones: El deseo de revolución (Tusquets, 2017); La máscara Foucault (Paidós, 2019); Aburrimiento y entusiasmo (Ed, Digital, Indie, 2021); La matanza negada -autobiografía de mis padres (Ed El Ateneo, 2021).
Imagen de portada: Memorial al Holocausto del Pueblo Judío, Montevideo (CONTRATAPA/dfp)
La entrada Filosofía después de Auschwitz se publicó primero en CCIU.
Fuente: http://www.cciu.org.uy/