Psic. Maximiliano Diel, para CCIU

El derecho, la memoria y la historia son tres modalidades distintas de la manera en que una sociedad define su relación con el pasado. La pregunta ineludible es acerca del alcance que tiene una cierta legislación en el terreno de la historia y de la memoria. ¿Es deseable otorgarle un marco jurídico a una verdad histórica? En otras palabras: ¿queremos instituir leyes anti-negacionistas, como ha ocurrido en Europa en los últimos 30 años? ¿Qué efectos han producido dichas leyes? Aquí se presentan sucintamente algunos argumentos de las distintas posiciones al respecto.

Para una primera aproximación al tema, comencemos con la distinción entre historia y memoria.

Historia y memoria

La cultura judía pone mucho énfasis en la memoria, y esto ha conducido a una confusión habitual respecto a su alcance, ya que se la presenta como sinónimo de historia. El sintagma “pueblo del libro” suele acompañarse de su reverso, “3300 años de historia”. Resulta chocante constatar que desde el cierre de la historia bíblica, en el -450 con Ezra y Nehemiá, dentro del pueblo judío no aparecieron historiadores –en sentido estricto– hasta avanzada la Ilustración, salvo la única excepción de Flavio Josefo, cuya obra sobrevivió gracias al interés que despertó en el mundo cristiano. El inigualable Maimónides sostenía que ocuparse de la historia era una pérdida de tiempo inútil, y esta fue la opinión prevaleciente hasta la primera generación de historiadores judíos: Zunz, Jost, Geiger y Graetz (Patai, 1979).

Historia y memoria constituyen dos modos de elaboración del pasado, y a partir de comienzos del siglo XX constituirán una antinomia, gracias a los cuestionamientos provenientes de tres flancos: desde la filosofía con Bergson, desde el psicoanálisis con Freud y desde la sociología con Halbwachs. Antes de esa ruptura, se consideraba que la memoria era la base subjetiva de la historia, y ésta última hallaba su máxima realización en el Estado, garante último de su verdad. En esas coordenadas, no sorprende que un Hegel considere que los pueblos sin Estado fuesen pueblos sin una historia escrita, y por lo tanto sin memoria (Traverso, 2011).

A partir del S. XX, comienzan a situarse dos campos, interrelacionados pero con sus propias normas: el campo de la memoria, donde predomina lo subjetivo, la “experiencia vivida”, que por definición siempre es singular, con sus matices narrativos, la voz de los testigos y su dialéctica de recuerdos, olvidos, deformaciones, fantasías; y el campo de la historia, una representación del pasado que se pretende crítica, rigurosa, objetiva y retrospectiva, que recurre a modelos y paradigmas, documentos y estadísticas, agrupamientos y cortes, comparaciones y explicaciones. Es evidente que esta dicotomía no es absoluta, y no han faltado autores que la critiquen. Un ejemplo notable es la última obra de Primo Levi, Los hundidos y los salvados, un ensayo inclasificable donde se articulan ambas posiciones de manera novedosa. Allí, el propio Levi advierte acerca de las trampas de la memoria:

“Los recuerdos que en nosotros yacen no están grabados sobre piedra; no sólo tienden a borrarse con los años sino que, con frecuencia, se modifican o incluso aumentan literalmente, incorporando facetas extrañas (…) un recuerdo evocado con demasiada frecuencia, y específicamente en forma de narración, tiende a fijarse en un estereotipo, en una forma ensayada de la experiencia, cristalizada, perfeccionada, adornada, que se instala en el lugar del recuerdo crudo y se alimenta a sus expensas” (Levi, 2005: 485-486).

Sin embargo, una historiografía que se desconecte completamente de la memoria carecerá de efectos en la sociedad civil, podríamos decir que carecería de “presente”. El historiador está en deuda con la memoria, pero al mismo tiempo contribuye a moldearla y darle sustento, le da un estatuto de uso público, la transforma en memoria colectiva y accesible mediante la cultura.

Podemos extraer otro ejemplo de Primo Levi, quien constata que la reconstrucción de la vida en los campos de concentración se hizo casi exclusivamente mediante el relato de los sobrevivientes. Es natural que la vida en un Lager no sea un buen punto de observación: para un prisionero que no supiese alemán, su ignorancia de lo que ocurría a su alrededor era patente. Probablemente, luego de un nefasto viaje dentro de un vagón no supiera en qué punto de Europa se encontraba, ni que existiese otro campo similar, o a qué distancia, ni aun qué le habría ocurrido a su compañero de trabajo del día de ayer y que desapareció de un momento a otro. En resumen, era imposible para un prisionero formarse una imagen de conjunto sobre el “universo concentracionario”. En este punto es cuando la dialéctica entre historia y memoria alcanza su potencia.

Proteger la memoria

“¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a Mí desde la tierra”.

Génesis 4:10

Una angustia común entre los prisioneros de los campos de concentración:

“A partir del primer momento, cuando aún no se había manifestado ante el mundo, sino que se desarrollaba día a día de forma anónima en los escondrijos de profundidades sin nombre y sólo era el secreto de los participantes, o sea, de las víctimas y de los verdugos, a partir de ese primer momento, digo, una terrible angustia se añadió al holocausto: la angustia por el posible olvido” (Imre Kertész, 2015 – El Holocausto como cultura, parr. 3, énfasis mío).

“¿Qué sabrá de nosotros el mundo si vencen los alemanes? Asesinaron a nuestras familias, a los enfermos, a los ancianos. Sacrificaron a los niños. Y nadie sabrá de nada de nosotros. Los poetas, los abogados, los filósofos, los sacerdotes, nos acallarán con sus gritos. Los creadores de los bello, lo bueno y lo verdadero. Los fundadores de religiones” (Tadeusz Borowski, citado por Kertész, íbid, parr. 5).

“-Imagínese, Wiesenthal, que llega a Nueva York y que la gente le pregunta: ¿cómo eran esos campos de concentración alemanes? Dígame, ¿qué respondería usted?

(…)

-Nada- añadí. Era más seguro dejarle hablar a él [un oficial de las SS].

-Usted le contaría la verdad a la gente de América. Eso es. Y, ¿sabe lo que ocurriría, Wiesenthal?

Se incorporó lentamente, me miró y sonrió:

-No le creerán. Dirían que usted se había vuelto loco y hasta quizá le encerraran en un manicomio. ¿Cómo podría nadie creer semejante horror sin haber pasado por él?” (Simon Wiesenthal, 2013: Epílogo).

 

Primo Levi constata un sueño recurrente, con mínimas variaciones, en casi todos los liberados de los campos de concentración: luego del regreso a casa, mientras se le cuenta a un ser querido sobre el sufrimiento, su reacción inmediata es la incredulidad, en ocasiones se le da la espalda al liberado y ni siquiera se lo escucha. Tanto víctimas como opresores entendían que la enormidad, la monstruosidad de lo que ocurría ya sea en los Lager, en los guetos, en el frente oriental o en los cuarteles de policía, todo atentaba contra la credibilidad del asunto. La desproporción de los crímenes facilita que se los desestime como una exageración. Esta angustia, como señala Kertész, comenzó durante la misma ejecución de las matanzas. El negacionismo constituye una afrenta sórdida a la memoria de las víctimas, y a los recuerdos de los sobrevivientes.

La historia del negacionismo del Holocausto comienza en fecha tan temprana como 1948, bajo la pluma de Paul Rassinier, miembro de la Resistencia francesa, deportado a Buchenwald y luego a Dora. Adentrarnos en esa historia excede el alcance de este trabajo, pero cabe mencionar algunos nombres propios de negacionistas que alcanzaron cierta “fama”: Austin App, Arthur Butz, el “Institute for Historical Review”, Robert Faurisson y David Irving, todos simpatizantes de movimientos antisemitas y neofascistas. (Dejamos de lado el florecimiento del negacionismo en el mundo árabe e islámico, acicateado por otros motivos). Las tesis negacionistas se pueden resumir en un puñado de inversiones y deformaciones, algunas dedicadas a culpar y desacreditar a las víctimas, y otras a rehabilitar a los verdugos. Aquí una versión muy resumida, ya que conviene más o menos conocerlas:

Los judíos fueron culpables de la guerra y la debacle económica y política, por lo que merecieron lo que les ocurrió; inventaron y/o exageraron la cantidad de muertos para recibir más indemnizaciones (las cuales de hecho ocurrieron, pero fueron por los bienes perdidos de los sobrevivientes, no por los muertos; no obstante, la ecuación judíos=dinero=engaño sigue hasta hoy generando asentimientos y complicidades); los castigos aplicados a los nazis fueron injustos; finalmente, la cosmovisión de Hitler es válida (Vidal, 1994).

Cabe añadir que estos “asesinos de la memoria”, como los llamaba el historiador Pierre Vidal-Naquet, no han alcanzado nunca ni un atisbo de reconocimiento, ni dentro de la historiografía y el mundo académico, ni en el debate público (Traverso, 2011).

Durante los años 80’s, cambia la sensibilidad occidental frente a la Shoá: precedida por la serie norteamericana Holocaust, ocurre la llamada “querella de los historiadores” [Historikerstreit] en Alemania, oponiendo principalmente a Ernst Nolte contra Jürgen Habermas. Al mismo tiempo, en 1986 Israel aprueba la “Denial of Holocaust -Prohibition- Law”, donde se establece que cualquier negación o minimización del Holocausto, o expresión de simpatía con los perpetradores, podrá ser punible con hasta 5 años de prisión. A partir de los 90’s, esta ley hallará ecos en Europa, ya que la negación, trivialización o apología del Holocausto constituye una incitación al racismo y los discursos de odio. Fue muy mentado, por ejemplo, el caso del político derechista Jean-Marie Le Pen, cuando un tribunal francés en 1991 lo condenó por haber definido a las cámaras de gas como “un detalle de la historia de la Segunda Guerra mundial” (Luther, 2008). En el ámbito universal, la Asamblea General de Naciones Unidas (AGNU) ha instado a los Estados miembros a rechazar “sin reservas cualquier negación del Holocausto como hecho histórico, en su totalidad o en parte, o cualesquiera actividad encaminada a tal fin” (AGNU, 2007: párr. 2, citado en Meza-Lopehandía: 2018) Actualmente, unos 17 países tienen leyes anti negacionistas.

La fundamentación de esas legislaciones, a grandes rasgos, plantea que el negacionismo lesiona, desacredita y calumnia post mortem la memoria de las víctimas y de los miembros vivos de una minoría, constituyendo una incitación al odio y una apología del delito.

Argumentos en contra

Muchas han sido las críticas que se han alzado contra las leyes anti negacionistas. Quizás la más escuchada, y sin embargo la más fácil de refutar, es aquella que apela a la libertad de expresión. Ya en 1789, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano la reconocía como derecho al tiempo que establecía la perturbación del orden público como límite al ejercicio de la libertad de conciencia, y que la libertad de expresión quedaba sujeta a la responsabilidad por su abuso (artículos 10 y 11). Por lo tanto, desde hace siglos que no se puede decir cualquier cosa en nombre de un derecho fundamental.

Muchas más incisivas han sido las críticas provenientes del campo académico de la historia. Reconocidos historiadores comprometidos con los DDHH como Pierre Vidal-Naquet, Deborah Lipstadt (famosa por ganarle el juicio al negacionista David Irving en 1996) y Enzo Traverso, entre otros, han destacado algunos aspectos nefastos de dichas leyes. En primer lugar, tienen el curioso efecto de convertir a los negacionistas en víctimas y servirles de propaganda. Dado que intentan legitimar sus mentiras en nombre de la libertad de expresión, el hecho de que se presenten públicamente como perseguidos o censurados confiere un cierto halo de verdad a sus tergiversaciones.

Sumado a lo anterior, las detenciones o sanciones de los negacionistas en el marco de estas leyes les otorgan una difusión mediática sin precedentes, es decir, las leyes actúan como canales de propaganda. El arresto de David Irving en Viena lo catapultó a ser un éxito editorial, mientras su colega Arthur Butz, en EEUU, publica panfletos con total impunidad, pero ante la más completa indiferencia del mundo, porque no hay medios que oficien de tribuna (Traverso, 2014). Y como ya dijimos, afortunadamente, a los negacionistas no se los toma en serio, ni en el ámbito académico ni en el espacio público. Darles difusión sería ubicarlos como interlocutores, como si tuviesen algo válido o mínimamente riguroso para plantear.

Otra crítica sumamente aguda proviene también del ámbito académico. Sostiene que estas leyes instauran una norma oficial en la interpretación del pasado: se pasa de una verdad histórica a una verdad de Estado (como ocurría en el historicismo clásico). No es casualidad que, poco antes de ser sancionada la Ley Gayssot, que castiga el negacionismo en Francia, un grupo de historiadores rigurosos, muy alejados del negacionismo, hayan lanzado un manifiesto titulado “Libertad para la historia”. El problema es que legislar una interpretación oficial sería una pendiente resbaladiza. Una verdad histórica no necesita protección legal, es el resultado de una investigación libre, y tampoco debería estar supeditada a las oscilaciones de las mayorías parlamentarias (Traverso, 2016). El argumento es atendible, y se sitúa plenamente en el campo histórico, anticipando posibles consecuencias funestas en dicha disciplina.

Finalmente, desde el campo de la memoria, se plantea una objeción insoslayable: estas leyes establecen una cierta jerarquía entre las víctimas de distintos genocidios. Más allá de la discusión respecto a la comparación de la Shoá con otros genocidios, legislar contra el negacionismo del Holocausto y no hacerlo en relación a otros grupos y la preservación de sus memorias colectivas es éticamente inaceptable y políticamente peligroso.

En conclusión, no hay garantías acerca de la deseabilidad o no de la promulgación de leyes anti negacionistas. Aquí se intentó hacer un balance muy sucinto de las diferentes posiciones, estableciendo los argumentos de cada lado. Queda en el campo del lector, como actor político y social, concluir respecto a la manera más adecuada, para nuestra sociedad, de elaborar el pasado.

Bibliografía consultada

 

  • Kertész, I. (2015). Un instante de silencio en el paredón. Edición virtual.
  • Levi, P. (2005). Trilogía de Auschwitz. Barcelona: El Aleph Editores.
  • Luther, J. (2008). El antinegacionismo en la experiencia jurídica alemana y comparada. Disponible en: https://www.ugr.es/~redce/REDCE9/articulos/09JorgLuther.htm
  • Meza-Lopehandía, M. (2018). Negacionismo y libertad de expresión. Disponible en: https://obtienearchivo.bcn.cl/obtienearchivo?id=repositorio/10221/26825/1/BCN2018___Negacionismo_y_libertad_de_expresion.pdf
  • Ministerio de Exteriores de Israel: Denial of Holocaust -Prohibition- Law- 5746-1986. Disponible en: https://mfa.gov.il/mfa/aboutisrael/history/holocaust/pages/denial%20of%20holocaust%20-prohibition-%20law-%205746-1986-.aspx
  • Patai, R. (1979). La mentalidad judía. Buenos Aires: Acervo Editor.
  • Traverso, E. (2011). El pasado, instrucciones de uso. Buenos Aires: Prometeo.
  • Traverso, E. (2014). El final de la modernidad judía. Buenos Aires: FCE.
  • Traverso, E. (2016). La historia como campo de batalla. Buenos Aires: FCE.
  • Vidal, C. (1994). La revisión del Holocausto. Madrid: Anaya & Mario Muchnik.
  • Wiesenthal, S. (2013). Los asesinos entre nosotros. Edición virtual.

Fuente: http://www.cciu.org.uy/

Derecho, memoria e historia ante el negacionismo de la Shoá

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