Cuando los nazis se dieron cuenta que la guerra estaba perdida decidieron no dejar rastros de las atrocidades cometidas en los campos de detención y exterminio. Pero entre el 3 y el 4 de noviembre de 1943, por orden de Heinrich Himmler, el jefe de las SS, superaron su propio horror y llevaron adelante la “Aktion Enterfest”. Mientras asesinaban, por los altavoces se oían valses

El brutal cinismo nazi lo llamó “La fiesta de la cosecha – Aktion Ertenfest”. Pero fue una de las dos más grandes matanzas de prisioneros judíos de la Segunda Guerra a manos de las SS: en dos días, entre el 3 y el 4 de noviembre de 1943, hace ochenta y un años, los nazis eliminaron a cuarenta y tres mil judíos reunidos de apuro, provenientes de diferentes campos de concentración y reunidos en el de Majdanek, cerca de Lublin Polonia. El propósito de la matanza, si es que pudo haber uno, fue eliminar a todos los judíos que quedaban en el distrito polaco de Lublin, incluidos los prisioneros de Majdanek. Fue una orden directa de Heinrich Himmler, el jefe supremo de las SS y el responsable de los campos de exterminio del Tercer Reich; aquella basura humana que, con letra prolija y pequeña, una mañana escribió una carta a su mujer que empezaba: “Querida mía, salgo para visitar Auschwitz…”

En noviembre de 1943 Alemania ya sabía que perdía la guerra. Lo sabían sus generales, lo sabían sus estrategas, lo sabía el entorno íntimo de Hitler; si no lo sabía, al menos lo intuía el propio Hitler. La guerra había pegado un giro de ciento ochenta grados en enero de ese año, cuando las tropas del mariscal Friedrich von Paulus se habían rendido en Stalingrado al Ejército Rojo. A partir de entonces, los nazis empezaron a correr hacia el Oeste, hacia Berlín, perseguidos por los soviéticos y, desde junio de 1944, por los aliados que los perseguían desde Normandía.

Los alemanes, salvo tal vez los más fanáticos, no eran los únicos que avizoraban la derrota. También lo hacían, pero la paladeaban, sus enemigos, sus víctimas, los países a los que Hitler había sojuzgado en su afán por dominar el mundo. En especial, los judíos, a quienes Hitler culpaba de todos los padecimientos de Alemania desde los años 20, cuando era un simple agitador muniqués, un poco bruto también, y proclamaba que la grandeza de Alemania sería posible sólo con su expansión hacia el Este, hacia la Rusia ya comunista desde 1917, y con la eliminación de los judíos de Europa. Muchos analistas dieron luego una excusa banal y repetida hasta nuestros días: dijeron que Europa no había visto venir al monstruo, cuando el monstruo se había hecho visible a gritos y a balazos.

Ahora, en noviembre de 1943, con la guerra dada vuelta, ya no existían los anuncios estruendosos de resonantes triunfos nazis en el frente oriental, ni en el occidental, ni en cualquier otro frente, por pequeño que fuese. Los nazis ya no triunfaban: huían. Y los judíos encerrados en los guetos de decenas de ciudades de Europa se habían alzado contra los nazis. Y los que agonizaban en los campos de exterminio repartidos por Europa, en especial en la Polonia dominada por el Reich, se habían atrevido a desafiar a sus brutales carceleros. Todo en pocos meses de aquel decisivo 1943. En abril, había sido el alzamiento del gueto de Varsovia, el más grande concebido por los nazis a lo largo del Holocausto. Allí llegaron a vivir cuatrocientas mil personas, una población que en tres años, desde noviembre de 1940, había sido diezmada por las enfermedades, el hambre y las deportaciones a Treblinka y a Auschwitz. El gueto había sido ideado por los nazis como un centro de confinamiento de los judíos deportados de Alemania y de otros países europeos, un engranaje más de la gigantesca maquinaria ideada para el exterminio en masa de once millones de personas, como exigía el plan expuesto en 1942 en Wannsee por la jerarquía nazi encabezada por el delfín de Hitler, Reinhard Heydrich y apuntada con minuciosidad de entomólogo por Adolf Eichmann.

En abril de 1943 la que había sido la gigantesca población del gueto de Varsovia había quedado reducida a cincuenta mil personas que se alzaron contra los nazis en la noche del Pesaj, el 19 de abril, y enfrentaron la feroz represión con una especie de guerra de guerrillas: pistolas, fusiles y explosivos, todos precarios y caseros, contra la formidable maquinaria de guerra alemana que debió retroceder en los días iniciales del levantamiento. Himmler, enfurecido, ordenó la destrucción total del gueto: el levantamiento quedó derrotado el 16 de mayo, cuando los alemanes arrasaron con los edificios (la resistencia ya había sido sometida el 23 de abril) y volaron la Gran Sinagoga de la calle Tlomackie, como símbolo final del aniquilamiento del gueto de Varsovia.

En agosto de ese año, con Varsovia en la mente, se había alzado contra los nazis el gueto de Bialysyoy y en septiembre lo había hecho el gueto de Vilna. Las noticias de la resistencia judía llegaron hasta los campos de concentración y exterminio, que siguieron el ejemplo: el 2 de agosto se levantó el campo de Treblinka y el 14 de octubre el de Sobibor: ambos fueron sofocados con centenares de asesinatos y posteriores fusilamientos, pero en Sobibor los judíos lograron matar a doce guardias de las SS y a dos ayudantes ucranianos; también lograron escapar unos trescientos prisioneros: cincuenta y ocho sobrevivieron a la guerra.

Himmler ordenó entonces el asesinato de todos los prisioneros judíos en los campos de la muerte en un intento, triple, de dar un escarmiento, de evitar nuevas rebeliones y de no dejar testigos de la barbarie nazi. La realidad era que para noviembre de 1943, el Reich intentaba borrar, sin éxito, las huellas del Holocausto, cerrar los campos, desmantelarlos, liquidar a los sobrevivientes y, en lo posible, excavar donde las hubiera las gigantescas fosas comunes en la que yacían decenas de miles de cuerpos para incinerarlos. Fue Himmler y su temor a nuevas insurrecciones el que ordenó el asesinato de cuarenta y cinco mil prisioneros judíos destinados a trabajos forzados en el distrito de Lublin y en los campos de Trawniki, Poniatowa y Majdanek.

A diferencia de la mayoría de los campos nazis de concentración, Majdanek era vecino a una ciudad polaca grande y poblada: Lublin. No era una construcción oculta por barreras naturales, o simulada como simples campos de prisioneros: estaba a la vista de todos. Había sido construido en 1941 y funcionó siempre como campo de concentración y de exterminio, como Auschwitz. Inicialmente, allí habían ido a parar los prisioneros de guerra soviéticos, capturados en los exitosos meses iniciales de la invasión alemana a Rusia, en junio de 1941. Entre abril de 1942 y noviembre de 1943, antes de la gran matanza de la “Fiesta de la cosecha”, las SS habían deportado entre setenta y cuatro mil y noventa mil judíos a Majdanek. La mayoría, cincuenta y seis mil quinientos, eran polacos y el resto de otros países europeos.

Las ejecuciones masivas en las cámaras de gas se iniciaron precisamente en el otoño europeo de 1942 y siguieron hasta fines de 1942. El campo siguió activo incluso hasta poco antes de su liberación por los soviéticos, en julio de 1944. Los nazis quemaron todos los registros antes de huir, pero dejaron al campo casi intacto y es hoy uno de los símbolos de aquel espanto que mejor se conservan. El campo también cumplía con otra función clave para el Reich: albergaba las instalaciones de almacenamiento de ropa y objetos personales robados a los prisioneros antes de que fuesen asesinados en las cámaras de gas del mismo campo o de otros centros de exterminio como Belzec, Sobibor y Treblinka II.

Ese fue el escenario de la gran matanza de la “Fiesta de la Cosecha”. Un mes antes, Himmler, hierático, pomposo, lleno de ira y de cinismo, había hablado de lo por venir a un grupo de oficiales de las SS en Poznan, una ciudad polaca a orillas del río Varta. Es una fortuna que parte de su discurso haya sido recogido por la historia porque explica, por sí solo, el material con el que estaba hecho aquel jerarca nazi: “También deseo hablarles aquí, con completa franqueza, de un capítulo realmente serio. Por esta vez, entre nosotros, lo trataremos de manera abierta. Pero nunca hablaremos de ello en público (…). Me refiero a la evacuación de los judíos, al exterminio del pueblo judío (…). La mayoría de ustedes, señores, saben lo que es ver a cien cadáveres juntos el uno con el otro, o a quinientos, o a mil. Mantenernos firmes y, salvo los casos de debilidad humana, seguir siendo decentes, es lo que nos ha hecho fuertes (…). Esta es una página gloriosa de nuestra historia que no se escribió y que jamás se escribirá. Sabemos lo difícil que hoy sería para nosotros (…) si hubiéramos tenido que mantener a los judíos en cada ciudad (…). Los bienes que poseían, los hemos recogido. Naturalmente, he dado una orden estricta para que todos esos bienes, en su totalidad, sean entregados al Reich (…) Después de todo, podemos decir que hemos realizado esta tarea tan difícil en un espíritu de amor por nuestro pueblo. Y no hemos sufrido daño en nuestro propio ser, en nuestra alma, en nuestro carácter”.

El domingo previo a la matanza, 31 de octubre, los nazis prepararon una gigantesca fosa. Uno de los presos, Józef Korcz daría luego testimonio: “El domingo antes del 3 de noviembre, nuestro “Kommando Lagergut” fue llevado detrás del campo y dividido en cuatro grupos. Nos dieron algunas palas y picos y nos dijeron que caváramos cuatro trincheras enromes, todas simétricas. Regresamos al mediodía para comer y llevamos la noticia de que los alemanes preparaban defensas antiaéreas para Lublin, porque eso nos pareció que cavábamos. No solíamos trabajar los domingos a la tarde, pero esta vez se nos unió un grupo de hombres sanos y todavía fuertes para seguir cavando las zanjas. Unas horas más tarde, varios cientos de judíos del campo de la calle Lipowa fueron llevados para cavar en la parte de atrás del campo V. Lo hicieron por turnos y durante toda la noche, con luz artificial; cavaron una zanja enorme justo detrás del crematorio del campo que se extendía hasta un asentamiento llamado Dziesiata, cercano al cementerio de Majdanek. El ritmo era muy rápido, los SS nos pegaban con varas para que trabajáramos duro y rápido”.

El miércoles 3 de noviembre el día empezó a pura rutina en Majdanek, con la masiva toma de lista de los prisioneros. Lo mismo sucedió en los campos de Trawniki, Dorohucza, Lipowa, vecinos todos a la ciudad de Lublin. Pero una vez terminado el tedioso recuento, se desató la masacre. Nikolaus Wachsmann la recuerda en su monumental “KL – Una historia de los campos de concentración nazis”: “Majdanek se erigió en el centro de la matanza. Bajo el idílico nombre en clave de ‘Operación Fiesta de la Vendimia’, alrededor de dieciocho mil judíos fueron asesinados en ese campo el 3 de noviembre de 1943. Esa mañana, los guardias concentraron a los ocho mil prisioneros judíos que había en el campo; los que intentaron ocultarse fueron arrastrados de sus escondites por los guardias de las SS y los perros guardianes”. A esos desdichados, a los que hicieron desfilar por la calle principal del campo, se les unieron cerca de otros diez mil prisioneros de los campos de trabajo cercanos a Lublin.

“La columna –sigue Wachsmann– se detuvo detrás de las obras del nuevo crematorio (en construcción desde septiembre de 1943), en la esquina más alejada del complejo. Una vez allí se obligó a hombres mujeres y niños a desnudarse y a tenderse en largas fosas; luego les dispararon en la nuca o fueron acribillados por las balas de las ametralladoras: los supervivientes heridos murieron enterrados en vida bajo los cuerpos de quienes eran asesinados luego. La mayoría de los asesinos eran policías y hombres de las SS enviados especialmente a Majdanek para ese cometido”.

Los nazis habían armado un sistema de altavoces que durante las varias horas que duró la ejecución en masa, emitió una música ensordecedora y alegre, valses vieneses, a menudo también marchas militares, para atenuar o apagar el sonido de los disparos. Todo terminó cerca de las cuatro de la tarde, cuando cesó la música y sólo se escucharon disparos aislados. En las dependencias de las SS hubo una fiesta. Los SS y los voluntarios, cuenta Wachsmann, bebieron gran parte del cargamento de vodka que habían recibido como recompensa especial por la sangrienta tarea que debían realizar: “Algunos de ellos ni siquiera se preocuparon por limpiar la sangre que cubría sus botas antes de llevarse la botella a la boca”.

Además de la matanza de Maidanek, en el campo de trabajo de Trawniki, entre el 3 y el 4 de noviembre, fueron fusiladas unas diez mil personas y en Poniatowa cerca de quince mil; en ese campo, los judíos que se resistieron a morir fusilados fueron encerrados en un barracón y quemados vivos. El saldo total de aquel inicial miércoles de sangre fue de cuarenta y tres mil muertos, el mayor fusilamiento en masa de la Segunda Guerra Mundial, superado sólo por la matanza de cincuenta mil judíos en Odessa en octubre de 1941.

Una vez acabada la guerra, uno de los asesinos, citado por Wachsmann con el nombre de Johann B., habló, calmo y distendido, sobre las víctimas de aquellos asesinatos en masa: “Bueno, sí, se resistieron un poco. Protestaban; algunos vinieron hacia nosotros con los puños en alto y nos gritaban ‘cerdos nazis’. En realidad, no se les podía culpar; nosotros habríamos hecho lo mismo si fueran a darnos un tiro en la nuca”.

Himmler ya lo había dicho: “Mantenernos firmes y seguir siendo decentes, es lo que nos ha hecho fuertes”.

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“Día de la Cosecha”: la masacre nazi de 45 mil judíos con un balazo en la nuca o enterrados y quemados vivos

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