Hace un año, el fatídico 7 de octubre, se inició esta nueva instancia de la guerra que desde su nacimiento libra Israel por su sobrevivencia. La causa sigue siendo la misma: el fundamentalismo islámico no está dispuesto a aceptar la presencia del Estado de Israel. Desde la inicial partición de Palestina resuelta por Naciones Unidas en 1948, estamos en las mismas.
En aquel momento, el naciente estado judío enfrentó el ataque de cinco Estados que, encabezados por Egipto y Siria, tampoco aceptaron la creación del Estado Árabe. Israel se salvó de milagro, con una fuerza militar improvisada que derrotó a poderosos ejércitos regulares. En 1956 vino la campaña del Sinaí y en 1967 la Guerra de los Seis Días, ante un renovado ataque egipcio y sirio. Es en esa ocasión que Israel ocupa Cisjordania y está polémica franja de Gaza, hasta entones soberanía egipcia. En 1973, en el Yom Kipur, día sagrado de la religión judía, cuatro Estados se lanzan contra Israel y vuelven a ser derrotados.
Es un enfrentamiento diabólico: los agresores pueden retirarse a sus fronteras luego de cada choque; Israel no tiene opción, porque la derrota es el precio de su vida misma.
Vendrán luego algunas luces. En 1978, en Camp David, Egipto e Israel, Begin y Sadat, pactan la paz. El terrorismo segará la vida de Sadat y ahora será desde el Líbano que vendrá el conflicto. En 1993, otra oportunidad: los Acuerdos de Oslo crean la autoridad Palestina, con jurisdicción sobre Cisjordania y Gaza. En 2005 incluso Israel entrega Gaza, desplazando 21 colonias judías. Era el gran momento para que los ricos Estados árabes pudieran invertir en esa zona, levantar hoteles sobre el mediterráneo y ofrecer una oportunidad de vida a la pobre gente que allí vive. Por el contrario, el grupo terrorista Hamas desplazó a la Autoridad Palestina y con el apoyo de Irán y el inexplicable de Qatar, se organizó una increíble red de túneles para mantener el constante asedio del territorio Israel.
No olvidemos que, en setiembre de 2002, el terrorismo había volado las Torres Gemelas de Nueva York, para que no quedara dudas de que el enfrentamiento era con todo el mundo occidental y su sistema.
Desde entonces, venía creciendo el llamado Acuerdo Abraham e Israel lograba su reconocimiento de los Emiratos Árabes, Marruecos y Baréin. Se comenzaba una conversación con Arabia Saudita, el poderoso estado sunita, sede de los santos lugares musulmanes. Irán desata entonces el conflicto para sabotear el diálogo. Sus dos brazos terroristas, Hamas y Hezbolá, lanzan el despiadado ataque del 7 octubre, el mayor tributo de sangre judía desde el Holocausto y se abre así la que podríamos llamar “sexta guerra”. Al día siguiente comienza sus hostilidades Hezbolá desde El Líbano, con ataques medidos pero sistemáticos, que obligan a desplazar a la población.
A partir de allí, viene lo conocido. Tres semanas se reconoció que Israel era la víctima. Cuando inevitablemente tuvo que llevar adelante acciones sangrientas, que costaron vidas de civiles, la opinión pública se dio vuelta. Los palestinos eran las víctimas y a Israel se le comienza a reclamar con vehemencia el cese el fuego. Los terroristas mantienen rehenes, no los entregan, pero como son terroristas parecen no estar obligados y sí Israel a cesar el fuego sin contraprestación alguna…. Mientras tanto, siguen la guerra y los bombardeos. Israel está bajo fuego día y noche y si no fuera por las defensas antiaéreas con que cuenta, ya no quedaría nada de ese país democrático y progresista. En cambio, se informa todo el tiempo de las respuestas israelíes y sus víctimas (con números groseramente amplificados por la autoridad terrorista).
La propaganda fundamentalista, que aceptan sin reserva Estados y partidos que se dicen democráticos, machaca con la idea del genocidio palestino. Bien debería saberse que genocidio es el intento deliberado, intencional, de exterminio de un pueblo. Rotundamente está claro que no es el caso. Para empezar porque quien inició esta guerra, y con un ataque inaudito en su crueldad e intensidad, fue Hamas ¿De qué estamos hablando, entonces? Hamas, ese sí sigue preconizando el exterminio de Israel. Lo dicen y lo proclaman. Israel, a la inversa, preanuncia sus ataques, procurando minimizar las víctimas, como en cambio no lo hace el agresor.
La comunidad internacional le reclama a Israel, pero no le asegura nada. Mientras haya rehenes tendrá que seguir luchando. Mientras haya bombardeos tendrá que repelerlos.
Hay quienes no simpatizan con Netanyahu (me encuentro entre ellos), pero no puede confundirse ese sentimiento, u opinión, con los intereses permanentes de Israel, que son, además, los de todo el mundo occidental. El primer Ministro israelí ha cometido errores, incluso ha alentado la colonización judía de Cisjordania saboteando la tesis de los dos Estados. Es verdad y lo cuestionamos. Pero ello no convalida la propuesta –esa sí genocida– de los grupos terroristas que proclaman la desaparición de Israel. Ni mucho menos supone desconocer que todo esto comienza el 7 de octubre con un ataque de características solo comparables a las de los nazis en su tiempo.
Hoy bastaría entregar los rehenes para detener las acciones militares. Es notorio que Hamas no lo quiere. Como tampoco está dispuesto a darle libertad al pueblo al que tiene sometido.
Libertad para Palestina, claman con tonta ingenuidad movimientos que brotan en las universidades más exclusivas de EE.UU y Europa. Y estamos de acuerdo en el reclamo, pero es libertad de Hamas que es quien impone su fuerza, con su espíritu retrogrado de sometimiento de la mujer y asfixia de la libertad de opinión. No se trata de libertad de Israel, que devolvió Gaza y lo hizo bajo la conducción del General Sharon, quien había conquistado la franja en 1967. No libertad de Israel, que incluso ha ofrecido a los gazatíes más oportunidades de trabajo que la que han ofrecido los más poderosos Estados musulmanes.
Para quienes somos parte de este debate hace siete décadas, no hay lugar para el extravío: es una batalla de valores, entre los occidentales y los de las teocracias fanáticas del Islam. También debemos reconocer que se ha avanzado mucho. Ni Egipto, ni Siria, ni Jordania, ni los Estados del Acuerdo de Abraham sostienen ya las viejas posiciones. Pero hoy los movimientos terroristas son crueles, no responden a ninguna lógica militar, a ninguna convención jurídica. No son Estados, salvo Irán y su teocracia reaccionaria. Y manipulan con mucho éxito a una opinión pública occidental, en la que todavía un primitivo antiyanquismo viste de izquierda redentora a cualquiera que se sume a ese prejuicio.
Vivimos un tiempo dramático. Una guerra de religiones que arrastra siglos. Una guerra territorial en la frontera de Rusia y Ucrania que evoca los viejos tiempos de los Zares. Todo luce anacrónico, disparatado en tiempos de Internet e Inteligencia Artificial. Para recordarnos que los seres humanos no nos movemos solo por la razón –ni siquiera siempre por los intereses– y que las creencias, los prejuicios, los sentimientos patrioteros, los fanatismos religiosos, persisten y pueden, como en este momento del mundo, frustrar lo que podría ser más prosperidad y más libertad.
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