Por la Esc. Esther Mostovich de Cukierman, para CCIU
Ya acercándonos a Pesaj, que comienza este año a la caída del sol del viernes 15 de abril, la Esc. Esther Mostovich nos trae la vivencia de su familia paterna de un Pesaj en Vitebsk, ciudad hoy perteneciente a Bielorrusia, en épocas en que comenzaba la revolución rusa.
Papá nació en 1903 en un pueblo situado a 15 kilómetros de Varsovia. Años más tarde, ese pueblo se llamó Legionovo, pero en ese entonces no tenía nombre propio, era solamente el poblado junto a la estación de ferrocarril de la ciudad de Jablonna. En 1911 toda la familia se fue del pueblo, la Primera Guerra Mundial los empujó, primero, a Varsovia, más tarde de Varsovia a Vilna y unos meses después, de Vilna a Vitebsk. La familia de mi papá aprendió a odiar las mudanzas. Cada una les obligaba a abandonar amigos y cosas de la casa. Cada mudanza significaba mucho más que un cambio de rutina, era un retroceso en la calidad de vida. Después de esta tercera mudanza, mi abuela Esther acuñó un dicho: tres mudanzas son lo mismo que un incendio. Papá siempre nos repetía ese dicho de su madre y conservó toda su vida el horror a la sola idea de una mudanza.
La familia estaba en Vitebsk cuando empezó la revolución rusa. Se decía que en Moscú la situación era terrible, la familia del Zar y la aristocracia trataron de disfrazarse y escapar y se los perseguía por las calles, la gente moría en cualquier esquina… Vitebsk era una pequeña ciudad del Norte de Rusia, allí no vivían aristócratas, y nada de eso pasó. Pero tuvieron todo lo demás. El dinero con la efigie del Zar perdió todo valor. La familia de papá tenía muy poco dinero guardado, pero por poco que fuera, lo perdieron. El contrato del Zar con la sastrería de mi abuelo se pagaba siempre con atraso, el taller tenía créditos a cobrar, pero el nuevo gobierno no reconoció las deudas del Zar así que, como casi todo el mundo, se quedaron sin dinero y sin trabajo.
– Y ¿cómo se las arreglaban para el diario sustento?, le pregunté a papá.
– Los primeros meses, con el gobierno del mariscal Kerenski, Padre hizo algún negocio comprando mercaderías en los remates de los pueblos, para revender en la ciudad. Cada pueblo había pertenecido a algún aristócrata y estaba cerca de su castillo. Por orden del gobierno popular se remataban las cosas que se habían confiscado a los nobles. Padre buscaba artículos de consumo: harina o cereales, o tal vez jabones. Algunas compras resultaron en buen negocio, otras no. Una vez, él llegó a casa con once barricas de miel de 200 kilos cada una.
– ¿Cuánto pagaste por eso? preguntó mamá.
– Muy barato. Será buen negocio.
– ¡Nadie las va a querer comprar! ¡Harina se precisa, no miel! En esta época, ¿quién compra lujos? Papá se ríe, recordando el episodio.
– Aunque te parezca extraño, los dos tuvieron razón. En los primeros meses de la revolución, todavía se conseguía azúcar y nadie compraba la miel.
– Por lo menos, es alimento, dijo mamá. Empezamos a usar miel para todos los días. ¡Hasta hoy siento el deleite de “kugl” (budín) de pan bañado en miel que mamá nos daba los sábados en esa época! Lo llamábamos “ketzapijes bidvosh ” (manjar de manjares). Un año más tarde, ya en el período de hambre, no había azúcar por ningún lado y nos sacaron la miel de las manos a muy buen precio. ¡Padre también había tenido razón!
-Ese primer gobierno revolucionario del mariscal Kerenski no duró mucho, dice papá. En octubre del mismo año el partido comunista con Lenin a la cabeza tomó el poder. Empezó un período de escasez terrible. Hasta entonces habíamos vivido con privaciones, pero ese invierno no había lo qué comer en Vitebsk… Aún en el mercado negro, se podía conseguir muy poca cosa. Un día nos llegó la noticia de que tomando el ferrocarril, en un campo no muy lejano se vendían papas en “mercado privado”. El campesino lo acompañaba al cliente y cada cual tenía que tomar la pala y cosechar las papas por sí mismo. No vendía más de seis kilos por persona. Fui allá con mi hermana mayor y volvimos a casa con nuestro tesoro en pequeños bolsos de mano, para que nadie sospechara lo que llevábamos. En ese viaje nos dimos cuenta de lo que estaban haciendo nuestros compañeros de tren. Eran muchos los viajeros que transportaban comida en pequeñas cantidades, ¡Había que salir a buscar comida donde pudiera encontrarse! Ya en ese tren de regreso, mi hermana Tauba y yo decidimos que nosotros haríamos esos viajes de ahí en adelante.
– Tauba y yo nos convertimos en ” viajantes”, cuenta papá. Para evitar problemas, había que viajar cada día en trenes a distintos lugares. Bajábamos del tren en las localidades rurales a preguntar, simplemente, granja por granja, si había algo de comida que nos pudieran vender. Y al día siguiente íbamos a otra localidad. Así pasamos casi dos años. Tuvimos suerte. Nunca nos detuvo la policía. Sólo una vez volví enfermo de un viaje. Ya en casa, el médico vino a verme y dijo “hispanca”. Era la “gripe española”, que estaba matando a miles de personas todos los días. Mamá no se asustó. Me hizo bañarme antes de acostarme en la cama y después hirvió en el latón grande toda la ropa que yo traía puesta. Me armó una cama para mí solo, en la bohardilla, para que no contagiara a mis hermanos. Por varios días comí únicamente te de yuyos y sopa… así se curaban todas las enfermedades en mi casa y así me curé yo de la gripe española.
-Al poco tiempo, mi hermana Tauba y yo volvimos a los viajes en tren. ¡Esos viajes nos salvaron del hambre! Volvíamos con unos diez kilos de comida cada uno, podíamos ir presos si cargábamos más. No fue nada fácil, no. Una vez nos robaron un bolso, con unos pedazos de pan. Yo lo vi al ladrón, iba a gritar, pero me callé la boca. Con nosotros llevábamos varios kilos de cebada, no podíamos arriesgarla por nuestras tajadas de pan para la merienda. Se lo dije a mi hermana Tauba recién después que el ladronzuelo bajó del ferrocarril. No quería que ella armara escándalo. Ese viaje de tren mi hermana y yo no tuvimos nada para comer, pero llegamos a casa con la cebada a salvo.
-Teníamos que viajar al Sur, hasta Ucrania, para conseguir algo bueno. ¡Ah, Ucrania, ese sí, es el granero del mundo! Para llegar allí el trayecto era muy largo, dos días de ferrocarril, no podíamos ir a menudo, pero… se acercaba Pesaj. Nos sentamos a hablar con Padre. ¿Cómo podíamos conseguir matzá para celebrar la festividad? Padre decidió armar un horno para matzá en el galpón del fondo de la casa y poner al lado una mesa grande para amasar la harina rápidamente y preparar las matzot en pocos minutos. El problema serio era conseguir harina de trigo. Tauba y yo decidimos viajar hasta Ucrania a buscarla. Una vez allí empezamos a caminar entre las granjas. ¡No encontrábamos harina de trigo en ningún lugar! El último intento nos compensó, en una granja lejana nos vendieron el tesoro, ¡una bolsa de harina de trigo bien molida! Ya era tarde, llegamos corriendo a la estación del ferrocarril. No habría otro tren hasta el día siguiente. Ese tren estaba tan lleno que no había lugar adentro ni para una aguja. Conocíamos a los que estaban sentados, eran todos “viajantes” como nosotros, muchas veces charlábamos. Rodeados de gente conocida, sí, pero nadie nos hizo lugar. Tauba y yo sólo pudimos ubicarnos parados en la plataforma exterior del vagón. Era de noche, el tren corría y el viento era helado. Tauba empezó a llorar de frío. “No siento las piernas. Me estoy congelando”, me dijo. En cada parada, dentro de las estaciones de tren había una estufa para calentarse, pero no bajaba nadie, para no perder su asiento en el vagón. Hice bajar a Tauba en cada estación, yo me quedé en la plataforma cuidando los bolsos para que no los robaran y pataleando para no congelarme. Ah! ¡Gracias a ese viaje, para ese Pesaj, pudimos hacer nuestra propia matzá! Todos metimos las manos en la harina, cada uno con poca cantidad, yo con un reloj en la mano para vigilar que no pasaran más de dieciocho minutos desde que se ponía el agua en la harina y esa masa estuviera en el horno. A los 18 minutos la harina comienza a fermentar y ya no hubiera sido apta para Pesaj. ¡Nada de máquinas, no! ¡Estiramos las matzot con palotes de madera! Y quedaron bastante más gruesas de las que se venden hoy en día… pero era nuestra matzá y la disfrutamos mucho. Para la época que estábamos viviendo, ¡esa matzá fue el mayor de los lujos!
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