El País- por María de los Ángeles Orfila

El uruguayo Héctor Cortazzo recuerda el día en que fue testigo de un atentado terrorista que hoy cumple 29 años; las secuelas psicológicas lo acompañan hasta hoy. En la foto, Héctor Cortazzo, sobreviviente del atentado contra la Embajada de Israel en Buenos Aires en 1992. Crédito foto: L. Mainé

Héctor Cortazzo es una de esas personas que lleva a cuestas una mochila pesada. Mucha de la carga es fortuita. Es por haber estado, como comúnmente se dice, en el lugar y en el momento equivocados. Aunque ese lugar y esa hora del día eran parte de su rutina. Siempre, alrededor de las 15 horas, recorría con su taxi el microcentro porteño. Es por eso que su esposa temió lo peor cuando en la televisión hablaban de una explosión en la Embajada de Israel.

Era el 17 de marzo de 1992. Héctor había levantado un pasajero en Viamonte y Suipacha. El destino era alguna calle en Belgrano, así que tomó Carlos Pellegrini, a la altura del Obelisco, y condujo hasta Arroyo. “En ese momento cambió mi vida”, dijo Cortazzo, uruguayo sobreviviente del primer atentado terrorista en la capital argentina. A partir de allí, hay vacíos en su memoria. Algunos recuerdos no pudieron fijarse por la desorientación, otros se perdieron por el trauma y otros era mejor que quedaran en el olvido. Y aunque hayan pasado 29 años, la historia que decidió finalmente contar le sigue pesando en la mochila que ese día le plantó en la espalda.

Tres días antes Héctor había colocado un equipo de gas natural comprimido en el taxi para abaratar costos. Así que fue lo primero que pensó: reventó el tanque. Una ola de ruido entró al auto. Cerró los ojos. Oyó gritar al pasajero. Y pensó que no podía ser otra cosa más que el gas metano invadiendo el vehículo.

“Me tuve que tapar los oídos y me dije, bueno, me llegó la hora. Es muy difícil describir eso porque en esas milésimas de segundo se piensa en todo y uno dice ‘hasta acá llegué’. Es entregarse a la muerte. Me entregué a la muerte”.

Pero entreabrió los ojos. Vio que un taxi que estaba delante del suyo, detenido en la mitad de Arroyo, había sido atravesado por una viga de hierro. El conductor estaba muerto. No había sido el tanque. “Fue lo último que vi. Volví a cerrar los ojos. Cuando los abrí estaba del otro lado de la calle. ¿Cómo llegué hasta ahí? No lo sé. Era un momento de confusión, estaba un poco tonto por el ruido y la explosión. Sé que me bajé del auto como pude y me senté en el cordón de la vereda”, relató.

Héctor no supo que había pasado hasta horas después. En ese momento, en el cordón de la vereda de enfrente, vio que empezaban a “caer pedazos de hierro, cascotes y vidrios del cielo”. Vio que su pasajero se había ido corriendo y ya estaba como a unos 200 metros. Nunca supo quién era ni qué fue de él; por lo menos, estaba vivo.

También lo estaba una señora que estaba petrificada dentro de un viejo Citröen al que un pedazo de pared le había arrancado el chasis y hundido contra el piso. “No me sentía como para ayudar a nadie”, reconoció Héctor. Su cuerpo no respondía. Hasta que pasó lo más cruento. Buscó las palabras adecuadas pero no supo decirlo de otra forma: “Un pedazo de cuero cabelludo cayó a mi lado”.

“Dicen que los hombres no deben llorar pero yo lloré; tenía miedo. Me temblaban las piernas, las manos. No sabía qué había pasado. En segundos eso era un campo de batalla. Había muertos y heridos. Quería irme de ahí”.

Y así le vino el impulso. O el instinto. Tenía que pararse. Subirse al taxi. Apretar el acelerador. Huir de ahí. Lo hizo. Arrancó el motor y se fue. Y no tiene más recuerdos hasta que llegó al taller de unos amigos. “Los psicólogos y los psiquiatras que me han tratado durante años no pudieron saber cómo llegué al taller que estaba a siete kilómetros”, contó. Allí solo pudo tomar agua. No podía hablar. “Los veía como en una nube, como en un sueño”. Se dejó caer en una silla y no prestó atención a la noticia de un atentado contra la Embajada de Israel.

Cuando volvió en sí, regresó al auto para ir a su casa. Descubrió que su asiento era “un almohadón de vidrios picados” y que no había sentido nada. No quiso compañía. Manejó 24 kilómetros hasta Haedo. Su esposa había estado temiendo lo peor.

Sentirse un espantapájaros.

A las tres horas Héctor sintió que se ahogaba y acudió a una clínica cercana. “Treinta minutos después estaba en coma”. Había hecho un pico de presión de 290/160 y un paro respiratorio. A los tres días despertó y se arrancó el respirador. Pasó dos semanas en el CTI y otras tantas en sala. Al momento de salir se sentía un “espantapájaros”: “Cansado, derrotado, psicológicamente destruido”.

Le diagnosticaron síndrome de estrés postraumático y depresión aguda. Los sigue combatiendo 29 años después. “Me dijeron que me salvé porque tenía la edad de Cristo, pero es que le puse voluntad. Fui saliendo como pude. Fui subiendo escalones”.

Hasta el 18 de julio de 1994. Ese día la AMIA fue blanco de un atentado que costó la vida a 85 personas. En la embajada habían muerto 29. Lo vio a la distancia pero fue suficiente para tirarlo “a la lona”. Regresó el miedo. El llanto. La desesperación. Los ataques de pánico. “Había subido ocho escalones y volví a quedar en el primero”. Años después, cuando inauguraron el nuevo edificio, Héctor fue a visitarlo en calidad de sobreviviente del primer ataque. No pudo resistir ver los vestigios de la embajada que se habían colocado como homenaje a las víctimas. Y le costó varios años más pasar por Arroyo 910 donde ahora hay una plaza. “Era uno de los deberes que me habían dado. No fue fácil. Cada vez que estaba a dos o a tres cuadras tenía que dar la vuelta. Lo fui venciendo hasta que un día pasé por la puerta y pude derribar esa barrera”.

El segundo tiempo.

Veintinueve años después, Héctor vive en Solymar. Volvió a Uruguay para continuar su tratamiento. Lejos de la esquina donde creyó que había explotado el tanque de gas y donde vio morir a desconocidos. Lejos del cruce donde él mismo dice que se salvó “por milímetros” cuando recuerda al taxi atravesado por una viga. “Me dijeron que el cerebro tiene la facultad de actuar como una persiana. Ante un impacto muy grande se baja para protección. A veces me acuesto y pienso. Y no recuerdo. Lo hago cuando estoy bien porque despertar cada día, para mí, es como comprar un número de lotería. Vivo un segundo tiempo. Mi mochila todavía puede cargar cosas a pesar de todo. Tengo 61 años y sigo remando para seguir viviendo hasta que Dios quiera”.

En recuerdo de las 29 víctimas del atentado.

El sitio en el que se encontraba la Embajada de Israel en Buenos Aires ha sido preservado como un sitio para la memoria. Allí se ha conservado una parte del muro original del edificio y los nombres de los nombres de los fallecidos han sido colocados en una placa. En la plaza de la calle Arroyo se plantaron árboles de Tilo, cada uno de ellos como un homenaje a las víctimas. Hasta la fecha, no hay responsables.

Fuente: http://www.cciu.org.uy/

El uruguayo que sobrevivió al ataque a la Embajada de Israel cuenta su historia por primera vez

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